Artículo publicado en La Razón el 15/03/2022
Catherine L’Ecuyer, doctora en Educación y Psicología, directora de la Fundación CLE
Quienes tienen el privilegiado de estudiar la historia tendrán la suerte de conocer héroes que lucharon por sus convicciones y sus ideales, hasta padecer las peores consecuencias. Sin embargo, hoy, parece que faltan héroes. ¿Por qué? Algunas de las respuestas a esa pregunta se encuentran en la educación. Los métodos educativos nunca son neutros, responden a corrientes educativas que, a su vez, responden a planteamientos filosóficos. ¿Cuáles son esos planteamientos, y cómo influyen en que haya o no héroes en nuestras familias?
Por un lado, está la educación mecanicista. Para esa corriente, la principal función de la escuela es moldear al alumno. El niño pasivo no procesa; educar consiste en estimular e inculcar. Y la escuela se reduce a un lugar de adiestramiento en competencias técnicas, a una agencia de colocación para el mundo laboral. En esa corriente, el alumno entiende la vida en términos de determinismo, poco puede incidir en su destino. En 1912, Ortega y Gasset escribía: “el determinismo conduce a una existencia quietista. Afloja las almas. Vacía la sociedad de heroísmo”. La educación mecanicista llena la sociedad de personas conformistas que huyen del riesgo que conlleva la reflexión profunda y la defensa de unos ideales propios. Cuando la máxima aspiración consiste en colocarse bien en el mercado laboral, se entiende la heroicidad de los que están dispuestos a perder la comodidad para no perder la integridad, como algo anacrónico, utópico. La mirada cínica y aburguesada puede incluso hacernos ver la valentía en términos de irresponsabilidad: “No te compliques la vida”, “es una batalla pérdida”.
En el lado opuesto, está la segunda corriente educativa, la romántico-idealista. En esa corriente, la principal función de la escuela es social. La escuela es un lugar de militancia para llevar a cabo una transformación política. La educación romántico-idealista es atractiva, pues apela al espíritu libre y rebelde de nuestros jóvenes, presentándose como una opción anticonformista. Pero entiende el progreso como mera actividad externa, convirtiendo el aula, mediante el activismo pedagógico, en una réplica del bullicio de un mundo en constante cambio. En definitiva, si la educación mecanicista vacía la sociedad de héroes, la educación romántico-idealista la llena de exaltados y de gritones.
Para la tercera corriente educativa, la visión clásica, aprender no es una actividad meramente externa. El cambio que interesa en esa corriente no es el proyecto social, es el cambio interno que ocurre en cada persona. Para esa corriente, el colegio es un claustro, la universidad un templo del saber. La educación consiste en adquirir virtudes, para luego adquirir sabiduría. El fin de la educación no es cambiar al mundo, es transformar al que aprende. Ahora bien, si el aprendiz mejora, mejorará indudablemente el mundo, pero se hará por añadidura. El héroe heredero de la educación clásica es consciente que un ideal es algo que se conquista poco a poco, cada día, a través de la búsqueda de la mejora de uno mismo. Uno no es héroe en las cosas grandes, si antes no lo ha sido en las cosas pequeñas. El verdadero héroe huye de la cobardía, no confunde difícil con utópico. Es consciente de que hay bienes más altos, que nunca están sujetos a concesiones y que la función de un ideal es la de apuntar más allá de las posibilidades actuales. Por lo tanto, la cuestión relevante para un héroe no es si el ideal es fácilmente alcanzable, o no. La única cuestión relevante consiste en determinar si el ideal apunta en la dirección oportuna.